Al alba un agente fue a buscar al
alguacil a su casa. Habían encontrado otra víctima en la misma zona, junto a la
iglesia de San Felipe.
Llegaron a la plaza, en la que ya
se agolpaban los curiosos.
—Es todavía peor que ayer —le
dijo uno de los guardias.
—¿Es una mujer? —preguntó al ver
el cuerpo.
—Sí. Es Elvira Ramos, la partera.
Vino anoche a asistir a una parturienta de una casa cercana. El marido ha
venido atraído por los gritos del comerciante que la ha encontrado y ha
reconocido sus ropas.
El cirujano estaba examinando el
cuerpo. Se levantó y mandó que lo taparan.
—Nos enfrentamos a una bestia.
Hay que organizar una batida y acabar con ella.
—¿Ha dejado alguna huella? —preguntó
el alguacil mirando los restos de sangre pisoteados a su alrededor.
—No. No hay nada que me permita
especular si se trata de algún tipo de felino, de lobo o de oso. Por los
desgarros que he podido observar, sólo puedo asegurar que se trata de un animal
muy grande.
Se llevaron el cuerpo. Un lacayo
entregó una nota al policía. Debía acudir inmediatamente al arzobispado.
Le recibió el canónigo en su
despacho.
—¿Qué está ocurriendo, Florencio?
—Parece que se trata de un
animal, señor Pignatelli. Vamos a organizar una batida para cazarlo. Mis
hombres ya están formando un grupo de voluntarios y vamos a registrar el
barrio.
No encontraron nada en todo el día.
Inspeccionaron todos los bajos y bodegas del entorno de la calle del Temple,
pero no apareció ninguna evidencia del paso del animal. Al anochecer, algunos
guardias se apostaron en balcones y tejados y otros se escondieron, preparados
para actuar ante cualquier señal de avistamiento.
El reloj de la Torre Nueva dio
las dos de la mañana. Un tabernero cerró la puerta de su tasca y se internó por
la calle oscura. Antes de llegar a la plaza oyó un débil silbido a su espalda.
Miró hacia atrás con miedo. No vio nada y aceleró el paso. Dobló la esquina y
algo saltó sobre él. Su grito alertó a los guardias que se encontraban cerca y
corrieron hacia su voz. Los primeros en llegar se quedaron paralizados. El
hombre se retorcía en el suelo bajo un bulto sombrío que, sin ningún ruido, le
abría las carnes y esparcía su sangre.
Historia: Patricia Richmond